VIAJAR CON BICI versus EN BICI
Cada viaje procura atribuirse una poética. Conocemos la del viajero solitario, que se expone al desafío de su soledad y al acompañamiento de su paisaje interior, que rompe con su situación de partida y afronta los nuevos espacios y descubrimientos (dentro y fuera de sí) desde esa condición. También la mística de la huida, que busca en los nuevos paisajes y territorios de expresión algo que, por desconocido, debería ser necesariamente mejor. Hay casos en que es la dificultad de la empresa, la aventura o el hacer algo que hasta ese momento parecía imposible, lo que da distancia al viajero. Hay tantas poéticas como miradas. Por eso nuestro viaje, viaje de personas distintas y amigas, no quiere resumirse en una sola razón, en una sola explicación, en un solo objetivo.
Somos una microsociedad en movimiento. Habrá seguro conflictos dentro de nuestro colectivo y conflictos también de nuestro colectivo con los espacios y gentes que vamos a conocer. Las sociedades, grandes o pequeñas, se animan desde esos conflictos.
Por ahí se encuentra, entonces, el eje de nuestro viaje: un colectivo animado por diversas poéticas, distintas justificaciones y distintas expectativas, que se entrelazan en una alianza -necesaria y voluntariamente social- para poder hacerse efectivas. Diferencias de mirada, de actitud, de finalidad, de apertura, de capacidad… incluso de fuerzas.
Nos gustan las bicis, viajamos en bici. Pero no son el motor de ningún desafío, una condición de dificultad, sino una herramienta que da forma al tránsito por diversos espacios, que determina una distancia y una relación concreta con la gente, que acerca al terreno que se recorre, pero de la que sabemos que habremos de prescindir en diversas etapas. Una vuelta al mundo necesita también, es seguro, de barcos, trenes, aviones, automóviles.
No hay ninguna pretenciosidad en llamar a lo que hacemos 'vuelta al mundo'. Más bien es una manera de explicarlo: en el sentido de que establece una orientación -la de avanzar creando cada vez más distancia con respecto a lo que dejamos-, un ritmo -la precisión de un largo viaje sin prisas-, y un final -el regreso al punto de partida.
No practicamos ningún culto a lo desconocido ni valoramos lo que hacemos despreciando lo que dejamos. Lo que se encuentra en cada viaje puede ser tan bueno o tan malo como lo que se conocía. En lo posible, renegamos de hacer lecturas uniformes de lo que vemos tanto como de pensar que nuestra mirada es especial, es más profunda, es más acertada: es, eso sí, nuestra y, como todo, puede merecer la pena compartirla. Con la modestia de quien aprecia lo que se queda atrás, las gentes y los espacios de la convivencia diaria a veces magníficos, a veces abominables.
También con cierto sentido de la responsabilidad. A veces nos vemos adoptando una salida fácil, conservadora, como si quisiéramos agarrarnos a una edad en que lo desconocido ejerce una terrible fascinación; como si quisiéramos salirnos del tiempo 'normal' de la vida, y dejar a otros la tarea de construir el tiempo que vendrá. Como si en medio de una ecuación en la cual el tiempo fuera inversamente proporcional al espacio, el espacio tendiera a infinito y el tiempo tendiera a cero, nosotros estuviéramos envueltos en una huida hacia atrás, donde recorrer más espacio significa también reducir la intensidad del tiempo para conocerlo. Sabemos que, muchas veces, el que se queda aprende y vive más que el que se va: porque ambos están envueltos en un enorme proceso de cambios, de transformaciones, el tiempo no se detiene y construye y destruye a un ritmo vertiginoso.
Somos egoístas, nos gusta estar en todo, y por eso nos cuesta trabajo dejar de vivir durante un tiempo lo que si que es una impresionante aventura: el compromiso con lo cotidiano, la construcción de la vida diaria. Lo sentimos, de algún modo, como una renuncia. Entonces, ¿por qué viajar? La respuesta podría ser compleja, pero también puede ser sencilla: porque queremos y porque -precisamente en este momento- podemos hacerlo. Podemos porque hemos elegido una forma previsiblemente barata, relativamente autónoma y decididamente ajustada a nuestro rechazo a las tendencias energívoras y contaminantes que, si empequeñecen el mundo, lo hacen a costa de mutilarlo. Podemos porque hemos resistido lo suficiente a la vida ordenada y disciplinaria que de modo totalitario nos reclama como ciudadanos normalizados. Pero podemos, sobre todo, porque pertenecemos a esa clase de mundo que, con un poco de dinero y documentos, puede moverse a través de todas las fronteras. De haber nacido apenas mil kilómetros más al sur, no seríamos quienes somos.
Pertenecemos, en mayor o menor medida, a la sociedad más privilegiada de nuestros tiempos. Eso no nos libera de experimentar sus conflictos. Convivimos con la miseria, la sofisticación, el consumo, el culto al dinero, en los rascacielos de la aldea global. En este momento, este viaje es nuestra fórmula para convivir con este conflicto, buscando, mientras el ánimo aguante, otras experiencias. Otras pertenencias.
La bicicleta, nuestra burra-máquina, nos ayuda a pensar en una nueva definición de nuestro presente. Portadora del imaginario infantil, se convierte ahora en catalizadora de nuestras relaciones, símbolo también de la imprescindible ralentización de la vida diaria. La bici es necesariamente una elección y establece un compromiso con el ritmo al que queremos vivir: no es, de hecho, ni tan rápida ni tan eficaz como un coche u otros vehículos de combustión, es casi tan lenta como caminar. Pero nos permite, por contra y felizmente, una enorme autonomía para su cuidado, su mantenimiento, su mejora, porque es también un vehículo prácticamente universal y nos coloca en una relación de reciprocidad: da tanto como nosotros podemos dar.
Así, con estas alforjas, partimos de Madrid. Rumbo al sur. El camino decidirá tanto como nosotros los lugares por donde pasaremos. Sólo una última esperanza: resistirnos a caer en esa apestosa y falsa gravedad que desprenden los viajeros. Sólo una última certeza: recorrer mucho espacio reduce la intensidad del tiempo para conocerlo.